martes, 27 de septiembre de 2011

MariaTeresa de las Mercedes Wilms Montt

Nació en Viña del Mar, el 8 de septiembre de 1893, en el seno de una familia acomodada. Fue la segunda hija del matrimonio de Federico Guillermo Wilms y Brieba, y Luz Victoria Montt y Montt. Tuvo una esmerada educación, conforme a las reglas de la época dirigida a llevar un matrimonio y el protocolo en la alta sociedad, sin contar su carácter rebelde que prontamente se manifestará.


Cuando Teresa tenía 16 años, en una de las tantas cenas de gala que los Wilms Montt ofrecían, apareció un joven de 24 años: era Gustavo Balmaceda Valdés. Estaba entrando cuando escuchó una voz femenina que cantaba. Era Teresa, que apareció en la sala saludando y encantando a los invitados. Balmaceda quedó loco. Al día siguiente, Teresa hizo algo muy inusual para una mujer en aquellos años: le regaló a Gustavo una flor y así le declaró su amor. Los nuevos enamorados compartían el gusto por la ópera, el teatro y la literatura. Pero ambas familias se oponían a un posible matrimonio. A los Balmaceda les parecía que una niña Wilms no daba el ancho y a los Wilms Montt no les gustaba este burócrata que, a pesar de su buen apellido, ganaba poco. Pero a los jóvenes enamorados no les importaba esto y al cabo de unos meses de separación impuesta, Teresa Wilms, de 17 años, y Gustavo Balmaceda lograron casarse. Los padres de Teresa no asistieron al matrimonio y la abandonaron para siempre.
La felicidad de los recién casados, duró muy poco. Teresa y Gustavo se instalaron en un Santiago de efervescente vida cultural, que celebraba el Centenario. Ella asistía a tertulias, al teatro, a conciertos en el Municipal y al recién inaugurado Museo de Bellas Artes. En la fiesta de año nuevo de 1910, semanas después del matrimonio, recitó y cantó acompañada del piano. Fue el centro de atención y se llevó todos los aplausos y miradas. Gustavo se moría de celos y en el regreso a la casa la retó a gritos. Lo que antes le gustaba de Teresa había empezado a molestarle.
Pronto Balmaceda comenzó a llegar borracho de madrugada: le gritaba a Teresa, la amenazaba y hasta le pegaba. Incluso –cuenta Ruth González-Vergara– la apostaba en los partidos de naipes que jugaba con sus amigotes, entre ellos su primo y confidente Vicente Balmaceda. Ella, aunque de carácter fuerte, se mantenía silenciosa, pues no atinaba a enfrentar los hechos y no tenía a quién pedir ayuda. Dedicaba su tiempo a la lectura, hábito que, como antes a su madre, empezó a molestar a su esposo: “Tornaba a devorarse sin selección alguna cuanto volumen pillaba a mano. Pero no se contentaba con leer, sino que escribía…”, anotó irónico Balmaceda en su novela “Desde lo alto”, publicada en 1917. Pronto, Teresa tuvo a su primera hija y para calmar los nervios que le provocaba la maternidad, más los problemas matrimoniales, utilizaba láudano y éter.
Gustavo Balmaceda, lleno de celos y dudas, se llevó a Teresa a vivir unos meses a Valdivia y luego a Iquique, donde ella comenzó a escribir en la prensa bajo el seudónimo de Tebal y se integró a la vida bohemia, siendo la única mujer y ganándose todas las atenciones. En esas veladas, como ella misma escribe, abusaba del cigarrillo, del alcohol y del éter. “La noche era para charlar, el día para dormir, la tarde para escribir… Todo el mundo me quería, un disparate mío era más celebrado que la frase más ingeniosa de Scarron”, escribió en su diario. La vida conyugal, en tanto, se iba yendo las pailas.
En Iquique también conoció la pobreza y las diferencias sociales. Visitó escuelas y hospitales y supo del horror de la matanza de Santa María de Iquique, ocurrida cuando su tío abuelo, Pedro Montt, era Presidente. Así se fue acercando a las ideas de emancipación femenina, al anarquismo y a la masonería, además de volverse cada vez más anticlerical. “Conocí lo que para las mujeres de mi clase es un misterio, la verdadera miseria material y moral… Mi alma salió pura de la prueba, pero asqueada y con un fondo de amargura eterna”, escribió.
En febrero de 1915, cuando el matrimonio llevaba 4 años, llegó a Iquique, invitado por Gustavo, su primo Vicente. Y en el norte se concretó el romance prohibido. Gustavo Balmaceda, después de tres años en Iquique, mandó a Teresa, que ya había tenido a su segunda hija, de vuelta a Santiago
En la capital se integró a la activa vida cultural de la ciudad. Los celos y el alcoholismo de su marido le traerán terribles conflictos familiares. Tendrán dos hijas: Elisa, llamada "Chita", y Sylvia Luz.
Residirá entre 1912 y 1915 en Iquique en pleno auge salitrero por razones de trabajo de su esposo, donde comenzará su relación con feministas y sindicalistas, y donde observó los nacientes movimientos de reformistas. Adscribirá a la masonería y hará sus primeras publicaciones en la prensa de Iquique con el seudónimo de Tebal.
Tras su regreso a Santiago, su esposo descubrió la relación que ella mantenía con Vicente Balmaceda Zañartu, "el Vicho", pariente de su marido. Un Tribunal Familiar la recluye, el 18 de octubre de 1915, en un convento, donde hará su primer intento de suicidio el 29 de marzo de 1916.
Su vida en el convento transcurría lenta. Rezaba, trabajaba en el jardín, cocía, leía y, sobre todo, escribía un diario que muestra cuán enamorada estaba de Vicente Balmaceda, Vicho, un hombre encantador y sociable pero bebedor y que, finalmente, murió de sífilis. En su diario, Teresa lo llamaba Jean, nombre derivado de una fiesta de San Juan en la que coquetearon por primera vez. Él tenía prohibido el ingreso al convento, pero se paseaba por la afueras y Teresa lo miraba por la ventana.
“Sufro, palomo mío, cuando miro las estrellas. Quisiera hacerte de ellas una corona luminosa, con rayos de luna y piruetas de sol. Por lecho quisiera darte todos los senos de mujeres hermosas que hay sobre la tierra… ¡Ay, hermoso doncel, qué triste está tu doncella! Se muere sin tus caricias de azúcar, más ricas que panal de abejas, más suaves que una mano con jabón, más ardientes que carbón en la parrilla”, escribía en su diario, incluido en sus “Obras completas”, que publicó Grijalbo en 1994.
Otra de sus preocupaciones en el convento eran sus hijas. Recibió algunas visitas de las niñas en un primer momento, pero después no supo más de ellas y lo único que tenía para recordarlas era una fotografía: “El retrato de mis hijas me produce una sensación indescriptible, me imagino que es lo único que me queda de ellas”, anotó. A medida que pasaban los meses de encierro, Teresa se convenció de la necesidad de separarse de su esposo: “Me repugna y me humilla estar todavía ligada a un indigno cobarde, que no ha sabido ser marido ni hombre decente”.
Durante ese tiempo, como ella misma lo admite en su diario, Teresa se obsesionó pensando en Vicente: “No me da vergüenza decírtelo: verdaderamente te deseo; jamás se me ha olvidado el saber de tus caricias y el encanto que ellas me producían. Cuando me encuentro como ahora en la cama, tengo que dominarme para que con la evocación de las escenas pasadas no me venga un vértigo de fiebres y me enloquezca de imposibles”. Pero después reflexionaba: “Realmente me estoy abandonando demasiado al sufrimiento de amor. Ya es vicio… ¡Cuántas noches no he despertado sobresaltada por el remordimiento de no haber dedicado en el día un solo pensamiento a mis criaturas adoradas! Todo me lo absorbe Vicente”.
 
Covento Preciosa Sangre



Fue una escritora chilena de principios del siglo XX. considerada precursora feminista, tuvo una vida novelesca. Rebelde a los valores burgueses de su sociedad, al ser internada a la fuerza en un convento; con la ayuda de su amigo Vicente Huidobro, huyó a Buenos Aires, en donde se rumoreaba de que el celebre poeta chileno, la pretendía.
En junio de 1916, Vicente Huidobro la ayuda a escapar del convento y huye con él a Buenos Aires. Se marcha a Nueva York para colaborar con la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial, pero:
"No me dejaron desembarcar y me encerraron con llave en el camarote... por graves sospechas de espionaje al servicio alemán.  El día 4 (de enero de 1918), a causa de la primera letra de mi apellido, fui la última en desfilar ante la presencia de un empleado que acompañado de detectives y oficiales revisaba los pasaportes (en Ellis Island). Al leer mi nombre el representante de la autoridad yankee me miró de la cabeza a los pies, y sin hacerme pregunta alguna, ordenó en voz alta a un subalterno que me acompañara en calidad de detenida."
Marchó entonces a España, integrándose tal como en Buenos Aires en la bohemia madrileña donde presentada por Joaquín Edwards Bello conoció a los escritores Gómez de la Serna, Gómez Carrillo y, principalmente, Ramón Valle-Inclán quien prologará sus libros publicados en España.
En España publicó con el seudónimo Teresa de la Cruz sus obras: En la Quietud del Mármol y Mi destino es errar.



Tras errar por Buenos Aires, Sevilla, Córdova y Granada se establece en 1920 en París donde se reencontró con sus hijas tras de 5 años de separación. Sin embargo, el dolor de la nueva separación de ellas al regresar éstas a Chile le significó una terrible depresión que la llevó, al suicidio a los 28 años de edad. Días antes de la navidad de 1921, Teresa tomó una fuerte dosis de Veronal, el barbitúrico que usaba para dormir. Horas después le encontró agonizando su amiga Marguerite, que la llevó al hospital, pero en vano: el tercer intento de suicidio había sido efectivo.

 “Se fue, se fue la amiga de palabra suave y miradas de perdón. Estaba frágil de tanto martilleo y se fue”, escribió Vicente Huidobro. Sus restos fueron enterrados en París.
En Madrid, los hombres también se enamoraban de Teresa. “¿Quién no ha estado enamorado de ella?”, se preguntaba el escritor Enrique Gómez Carrillo. A esas alturas, en Chile Teresa se había convertido en una leyenda. Huidobro ya lo decía: “Fue grande en el amor, como en el dolor…Ella sabía erguirse y proclamar con la cabeza en alto como bandera de triunfo su amor y su ideal”.
Teresa tuvo en Madrid un romance con un chileno de veinte años y buen apellido: Arturo Cousiño. “Hay algo que en el amor me agrada y es iniciar espiritualmente en la vida a los hombres jóvenes que se me acercan. Me siento maternal”, explicó en una entrevista. Pero ya estaba desilusionada del amor: “Tengo 25 años de mi vida tormentosa, que me envejece moral y físicamente. No hay entusiasmo en mi corazón, el pobre sólo sabe querer con fierezas de león sin garras… Tengo miedo, lo quiero a mi chiquillo fresco… ya me parece que lo pierdo y mis brazos caídos no podrán retenerlo en su libertad”. Dicho y hecho, Cousiño prefirió cumplir con un matrimonio impuesto por su familia.
Por ese tiempo Teresa publicó dos libros más: “En la quietud del mármol” y “Anuarí”, prologado por Valle Inclán. Firmaba entonces como Teresa de la Cruz. En 1918 volvió a Buenos Aires. “Viajar, he aquí el sueño de tantos burgueses panzudos. No saben que para estarse treinta días en el mar, hay que tener en el sangre infinito y ellos sólo tienen glóbulos rojos”. Allí publicó un libro de llamativo título: “Cuentos para los hombres que son todavía niños”. Luego viajó a Londres, Madrid, Sevilla, Córdova y Granada. Y en 1920 se enteró de que su suegro, José Ramón Balmaceda, se instalaría en París junto a sus dos nietas, es decir, con sus dos hijas.
En Buenos Aires, después de escapar del convento, Teresa fue todo lo libre que quiso y salió de la esfera de la vida privada propia de las mujeres de esos años para participar activamente en la vida pública bonaerense: visitaba galerías de arte, librerías, cafés y teatros, y escribía. Enloqueció a varios argentinos con su belleza. Pero llevaba dentro la pena de haber dejado a sus hijas y a su amado Jean.
“Teresita fue popular en Buenos Aires: todos querían conocer a esa joven fría como los arcángeles y los nihilistas, hermosa y fuerte, con ojos maravillosos pero un poco indiferentes al amor, con algo de masculino en toda su personalidad”, escribió Joaquín Edwards Bello, otro amigo suyo de infancia.
Uno de los más interesados en conocerla fue un joven de 20 años, poeta e hijo de una aristocrática familia bonaerense, llamado Horacio Ramos Mejías, que se enamoró perdidamente de Teresa. Pero ella no estaba entonces para amores y mantuvo con Horacio una relación que a él no le bastaba. “Teresa se cuidó mucho de volver a enamorarse. Su relación con los hombres sería meramente sexual”.
Reacia al amor, en Buenos Aires Teresa editó dos libros: “Inquietudes sentimentales” y “Los tres cantos”, muy bien recibidos por la crítica. Feliz en Argentina, guardaba un mal recuerdo de Chile. “Desde la sociedad en que me crié, no conservo nada más que ingratos recuerdos. Aquello es añejo, rancio, retrógrado… la iglesia domina aún, la separación entre la sociedad es profunda; al pobre ‘roto’ se le desprecia; entre la aristocracia, corroída como todas, y el pueblo existe un abismo insondable”, aseguró en una entrevista.
Un día de agosto de 1917, Horacio Ramos Mejías, abatido porque la chilena no lo amaba, se cortó las venas. Teresa se encerró tres días y luego guardó un riguroso luto. Horacio se convertiría en Anuarí en sus libros, donde ella lo recordaría como el ser amado que en la realidad no fue: “Te amo Anuarí… Mi boca está sedienta de lujuria. En contorsiones de poseída, escápanse de mí los aullidos desgarradores de mi carne y mi corazón heridos”.
Después de un año y medio en Bs. As., Teresa decidió seguir viaje: “Sin filosofía y sin ilusiones me embarco mañana, huyendo de una pena negra y tan negra, como que emana de una fosa recién abierta en cuyo fondo he desgarrado mi corazón”. En diciembre de 1917, sola, enrumbó a Nueva York. Durante el viaje, cuenta en su diario, un pasajero impidió que ella saltara al mar. Fue su segundo intento de suicidio.




En Chile publicó una selección de sus obras bajo el título de “Lo que no se ha dicho” (1922).




Este es mi diario.

En sus páginas se esponja la ancha flor de la muerte diluyéndose en savia ultraterrena y abre el loto del amor, con la magia de una extraña pupila clara frente a los horizontes.
Es mi diario. Soy yo desconcertantemente desnuda, rebelde contra todo lo establecido, grande entre lo pequeño, pequeña ante lo infinito...

Hablan las descendientes de Teresa Wilms Montt:

Por Marcela escobar Q.




Nuestro sentimiento por Teresa ha sido el dolor.
La acusaron de loca, mala madre y adúltera. Ella se rebeló a su época. Su historia de desarraigo y bohemia regresa con la película de Tatiana Gaviola.

La cabeza de la pequeña Elisa está cubierta de rizos dorados. Se parece increíblemente a la Teresa Wilms Montt que retratan, de niña, las viejas fotos que se conocen de la escritora. En el árbol genealógico de la familia, Elisa es la tataranieta de la mujer que rompió con todos los cánones de la aristocracia chilena de comienzos del siglo XX. Hoy, Elisa tiene casi tres años, la misma edad que tenía su bisabuela, Sylvia Balmaceda Wilms, el día en que la separaron de su madre.

–Mi abuela, que murió hace cuatro años, tenía recuerdos vívidos de ese encuentro en París –recuerda ahora Soledad Briones, madre de Elisa, bisnieta de Teresa, quien por años vivió con su abuela Sylvia y cultivó con ella una estrecha relación –. Me decía que fue como una visión, recordaba la ropa que vestía y la mirada que tenía Teresa. Mi abuela, de niña, creyó que esa mujer era un ángel.

Varias generaciones después, el recuerdo de Teresa sigue vivo en su familia, conformada por dos nietas, tres bisnietos y varios tataranietos. Esta tarde, Elisa, Soledad y Teresa, nieta de la escritora, acceden a tomarse fotos y recordar a quien no conocieron, pero cuya historia las marcó profundamente.

Están a la espera del estreno de la película Teresa, dirigida por Tatiana Gaviola y que se estrena el próximo 18 de junio. También esperan a Marina, otra de las nietas, que llegará desde Estados Unidos para presenciar el estreno. El filme ha sido, de alguna manera, una pequeña revolución familiar.

Apenas se enteró de que existía la idea de hacer una película sobre su bisabuela, Soledad Briones –una mujer de 37 años, delgada y elegante – contactó a Tatiana Gaviola para conocer detalles del filme. "Primero me reuní con ella y luego con Francisca Lewin, y fue un agrado ver que se lo tomaran tan en serio", recuerda Soledad. Junto a su madre y a su hija asistieron a la filmación de escenas del largometraje. La pequeña Elisa estuvo a punto de ser parte del elenco, en una escena donde personificaba a Teresa de niña y que, finalmente, quedó fuera de la secuencia final.

Por eso la expectativa. De alguna manera, la película será también un reencuentro.

La herencia de Teresa


–Hay mucha admiración, pero nuestro sentimiento por Teresa ha sido el dolor –explica Soledad, quien conoció la historia familiar por lo que su abuela le contaba –. Sentimos la pena que les tocó sufrir a ella y sus hijas por una separación que nadie quiso.

De boca de su abuela, Soledad se enteró de lo que se decía de Teresa en la familia. Que era la oveja negra. Que por lo que hizo –serle infiel al marido, frecuentar tertulias, dedicarse a la escritura – había deshonrado a los suyos. Se decía, incluso, que sus hermanas menores no conseguirían marido por su culpa.

Teresa fue la segunda de las siete hermanas Wilms Montt, emparentadas con cuatro presidentes de la República. Nació en Viña del Mar en 1893 y, según consigna en su libro la autora Ruth González-Vergara, biógrafa de la escritora, su padre la llamaba cariñosamente "mi Tereso", como una vana demostración del deseo que tenía de haber engendrado un hijo hombre.

Quizás fue eso, o definitivamente el carácter indómito de Teresa, lo que le trajo problemas desde niña. Criada en una familia en la que convivían el lujo y los estrictos códigos sociales, la joven contaba con la simpatía de su padre, pero no así de su madre.

Teresa se refugió en la lectura, en sus escritos, en el canto y la poesía. En manos de Soledad y su familia todavía está un libro con anotaciones que redactó la Wilms Montt. Y su bisnieta cuenta que tanto Sylvia como Elisa, las hijas, tenían el mismo talento para el canto, pero mientras Sylvia era extrovertida, el centro de atención, Elisa fue tímida, recatada, y con un profundo sentimiento de malestar hacia Chile y la condena social de la que su madre fue víctima.
Fuentes: Publicado el 6 de Junio del 2009 en el Mercurio, The Clinic

Con sus Hijitas






Chita Balmaceda hija de Teresa Wilms, vivio en Europa, se caso con el ruso Andrei Wolkonsky.

El libro Lo que no se ha dicho fue publicado por Editorial Nacimiento en 1922, e incluye Páginas de mi diario; Con las manos juntas; Los tres cantos; Del diario de Sylvia y Anuari.

Soy yo....

Teresa de la +

Londres,


Apareciste Anuarí, cuando yo con mis ojos ciegos y las manos tendidas te buscaba.
Apareciste, y hubo en mi alma un estallido de vida. Se abrieron todas mis flores interiores,
y cantó el ave de los días festivos.
Me amaste, Anuarí, y alcancé la Gloria suspendida en tus brazos.
Desapareciste, y quedé sola, los ojos náufragos en noche de lágrimas.
Bondadosa ha vuelto tu sombra, entre ella y el sepulcro espera una hora mi alma.


Anuarí



En la quietud del mármol

(Selección)

Prólogo de Valle - Inclán


¿De qué mundo remoto nos llega esta voz extraña cargada de siglos y de juventud? Tiene la clara diafanidad del canto en las altas cimas, y no sabemos si es cerca o lejos de nosotros cuando suena en el maravilloso silencio. Y extraña como la voz es esta frágil y blonda druidesa que apenas posa sobre la tierra y tiene al andar el ritmo del vuelo. Baja de la montaña sagrada, es toda hecha de nieve y de sol de la cumbre. Arrastra el prestigio esotérico de algún antiguo culto al viento y al mar, a la tierra y al fuego.

Estos poemas, como versículos de un libro sagrado, hacen sonar la cadena de los siglos, y tienen la misteriosa resonancia de las voces elementales. Pasa sobre ellos el soplo profético: el barro recuerda la hora en que salió del caos, y el espíritu la Divina Cáligo. Con el dolor de la caída se junta el anhelo por volver a la luz. Maravillosa virtud la de esta voz que golpea la puerta de bronce del templo de Isis: los ecos milenarios se despiertan, y las sombras antiguas acuden al conjuro, pasan guiadas por la música de las palabras que se abren como círculos mágicos en un aire nocturno.

Tiene esta voz una gracia alejandrina, en ella se juntan como en el antro de un viejo alquimista, los verdes venenos de sierpes y plantas, las piedras cristalinas donde están grabados los signos salomónicos, y las esferas de bronce que marcan el camino de los astros paralelo al camino de las vidas. Maravillosa voz alejandrina que renueva el temblor de las visiones apocalípticas, y la mística calentura del fakir que deslía su conciencia en el Gran Todo.

  I

Para Anuarí: que duerme en este féretro el sueño eterno.

Para él ... Anuarí mío , que nadie puede disputármelo; porque mi amor, mi amor y mi dolor, me dan derecho a poseerlo entero. Cuerpo dormido y alma radiante.

Si, Anuarí, este libro es para ti. ¿No me lo pediste tú una tarde, tus manos en las mías, en tus ojos mis ojos, tu boca en mi boca, en intima comunión? y yo, toda alma, te dije: Si,-besándote hondo en medio del corazón.

¿Te acuerdas, Anuarí?


II

¡Oh! ya no puedo escribir tu nombre sin que un velo de lágrimas oculte mis ojos, y un apretado nudo extrangule mi garganta.

¿Por qué te fuiste, amor?, ¿Por qué, me lo pregunto mil, dos mil veces al día. Y no acierto a hallar respuesta alguna que alivie el feroz dolor de mi alma.

Si; ¿Por qué te fuiste, Anuarí, y no me llevaste contigo?

Mirando tu retrato, con la pasión de una madre, de una novia, de una amante loca de amor, trato de arrancar de tu mirada el gran enigma que ha destrozado tu vida y la mía.
¡Ah, mi criatura! Cuando la suerte impía me arrebató esas dos hijas de mi sangre, creí que el dolor había roto los límites humanos. Pero no; tú has hecho que mi grito desesperado llegue hasta el mismo trono del Dios de los cristianos y los apostrofe temblando de santa y fiera indignación.

No se puede ser tan cruel con una débil criatura, sin darles fuerzas suficientes para soportar los latigazos, y abandonarla después en la agonía. Si: tu partida silenciosa me ha dejado agonizando a1 borde de la infinita nada; y sola; con sed de cariño, con ansia de dormir y descansar, rendida al fin....


III


En una de tus cartas me escribiste, una vez:


"Per l`amor che rimane e la vita resiste (y el nuestro resistirá, ¿verdad Teresa?"

"Nulla é piu dolce e triste che la cose lontane".

Sí, Anuarí, "Nulla é piu dolce e triste che la cose lontane". Y por eso te fuiste.

Esa carta la he releido otra vez, y siempre me deja una impresión desesperada, que sólo puedo traducir en sollozos.

Tus cartas, tus retrats, y las flores que han muerto sobre tu ataúd, son reliquias que guardo con avaricia enferma : ellas forman todo mi ideal, toda mi vida, y no digo mi consuelo porque éste ya no existe para mi.

Guardo también dos tornillos, que con dura e impiadosa mano pusieron en tu féretro los enterradores, tornillos que irán clavados en mi cerebro el día de mi muerte; en mi cerebro, donde llevo cincelada tu imagen profunda e inamovible, cual las grietas que han socavado los siglos en las heladas rocas.

¡Anuarí, Anuarí! Si fuera posible resucitarte, daría yo hasta mi conciencia; me resignaría a vivir postrada a tus pies, como una esclava, con la sola satisfacción de mirarte, de sentirte reír, con esa risa de cascada de plata; sin aspirar a otra recompensa que el sentir, por una vez solamente, el beso de tu boca en mi frente.

Anuarí, resucita! Vuelve a la tibia cuna de mis brazos, donde te cantaré, hasta convertirme en una sola nota que encierre tu nombre.


IV


Reposa tranquilo, Anuari. Seré siempre tuya. He hecho de rni cuerpo un templo, donde venero tus besos y tus caricias, con la más honda adoración.

Llevo clavada, como un puñal, tu sonrisa en el punto donde se posan mis ojos; esa sonrisa con los dientes apretados, que hacían de tu boca un capullo sangriento, repleto de blancas, relucientes semillas.

Anuari. Tu sonrisa es una obsesi6n destructora que mata todas mis risas, tu sonrisa provoca en mi mente la inquietud del relámpago en medio de la noche. Es veneno de nácar que destila en mi corazón hasta paralizarlo.


V


Anuarí; te evoco dormido y te imagino dormido eterno.

Una sombra se esparce blandamente sobre mi alma, la divina sombra de tus pestañas, que formaban dos alas de aterciopelada mariposa sobre tus ojeras.

Si, Anuarí. Una noche, la más feliz de mi vida, se durmió tu cabeza en mi hombro, y era tan intima mi dulzura, que mi respiración se hizo una música para mecerte.

Te dormiste, criatura mía, después de haberme estrujado el cerebro y el corazón con tus labios ávidos de juventud, como una abeja lujuriosa de néctar y perfume.

Y esas sombras de tus pestañas, son las cortinas que me ocultan la luz del sol, y me llevan en vértigo confuso hacia tu grave País.

Una noche, la más feliz, la única de mi vida, se durmió tu cabeza en mi pecho, y allí encontró la delicia del sueño, y buscó la almohada eterna.


VI


Traigo del fondo del silencio tu mirada; evoco tus ojos .... y me estremezco. Aun apagados por la muerte, me producen el efecto del rayo. No ha perecido en ellos el poder fascinador.
Son dos faros azules, que me muestran las irradiaciones magnificas del Infinito; son dos estrellas de primera magnitud, que miran hondo sobre mis penas, perforándolas y agrandando la huella, hasta abrir una brecha infinita como un mundo.

Tus ojos adorados, que fueron reflejo de esa bellísima alma tuya, viven ahora en mi mente nutridos de mi propia vida, adquiriendo brillo en la fuente inagotable de mis lágrimas
Anuarí. Así como tus ojos me encadenaron a tu vida, ahora me arrastran a tu fosa, invitándome con tentaciones de delirio. Tus ojos son dos imanes ante un abismo. Yo siento la atracción feroz.


VII


En la oscuridad de mi pensamiento veo surgir tu imagen envuelta en el misterio de la muerte, con la pavorosa aureola de un más allá desconocido. Te Ilamo, toda el alma reconcentrada en ti; te llamo y me parece que se rasgan las sombras a tu paso alado, como el de ave herida en pleno vuelo.

Cuando comprendo que no te veré jamás, una onda de angustia me sube del corazón, envolviendo mi cerebro en un vértigo de catástrofe, en un ansia de masacrar la belleza de la vida.

Eres tan fuerte y hermoso, con tu cara serena y tu frente mirando al cielo.

Anuarí. La pena no enloquece, la pena no mata; va ahondando en el alma como un cuerpo de plomo en una tembladera infinita. Asombrada escucho en las noches el eco de mi voz, que te busca aguardando una respuesta. La negra verdad me hiere con saña. ¿Acaso tu espíritu ha muerto también? iNo; no! Cómo es posible que tanto vigor, energía de astro, vaya a perecer en el hielo eterno?


VIII


Desde que te fuiste, mis ojos y mis oídos están acechando tu imagen .... tus pasos; están tendidos hacia la muerte en fervorosa espera de resurrección.

Y en los días grises, cuando sopla viento helado, te veo con los ojos del alma surgir blanco de tu blanco sudario, transfigurado por la serena, santa caricia de la tierra.
Y cuando el sol derrocha diamantes sobre el mundo, entonces te aspiro en todas las flores, te veo en todos los árboles, y te poseo rodando, ebria de amor, en los céspedes de yerbas olorosas.
Y cuando la luna da su humilde bendición a los hombres, te veo gigantesco, destacarte en un afilado rayo; te veo enorme, confundido con lo inmortal, desparramando sobre el mundo tu indulgencia, aliviando la desesperación:; de tanto náufrago dolorido; te aspiro en el ambiente, te imagino en el misterio, te extraigo de la nada.

Me parece que el mundo fue hecho para ayudarme a evocarte, y el sol, para que me sirviera de linterna en la escabrosa ruta.


IX


Con la cabeza reclinada entre los brazos, en un afán de dormir, repito, como los niños, una oración: tu nombre.

Si, Anuarí, tengo sueño, mucho sueño, ese mismo letárgico sopor que turbó tu alma antes de cerrar los adorados ojos para siempre.
Como una oración, desgranan silaba por silaba mis labios tu nombre, y mis manos se tienden desmayadas, buscando el tibio nido de tus cabellos, para esconderse y morir.

¡Anuarí! ¡Anuarí! Como de una fuente que hierve brotan de mi pecho las quejas y las súplicas. Todas van a perderse en el caos, sin llegar tal vez a ti.

Es horrible, y no comprendo cómo mi cuerpo no sucumbe al peso de tan ruda carga. La vida sin ti es una tétrica cosa, que arrastro corno un harapo innoble.


X


Las horas caen como goteras de plomo en un páramo; se van a tu encuentro, y yo me quedo; me quedo sombría, taciturna, envuelta en negro hastío, como en una malla de hierro.

Dos meses hoy, criatura mía, que bajaste a una caverna de piedra, llevando en el Corazón paralizado hasta mi deseo de llorar.

¡Ya dos meses! Sin morir ví cómo entraban tu ataúd por la Puerta del Cementerio; por esa puerta con fauces de chacal, que no se abre jamás para las almas que la atraviesan dormidos.

En estos dos meses no has tenido otra caricia que aquellas tan leves y tímidas de mis flores, mis pobres flores, que son la única prueba de amor, la ofrenda santa que temblorosa de pena, mi alma deposita sobre tu cadáver.

Dos meses. Mis manos pordioseras de caricias tratan de arrancar de tu ataúd una ternura; pero la madera, avara del tesoro que encierra, se hace rígida, como un ser que no ha sufrido.

¡Nada, Anuarí mío! Sólo llegan al fondo de tu foso, muy apagadamente, como de una jauría lejana, los ruidos del mundo, el confuso vaivén de los hombres, de esas sombras movibles, que no saben de dónde vienen y para dónde van, porque tienen miedo de averiguarlo.

Dos meses hoy que te fuiste. El reloj palpita; su tic-tac pisotea mi cerebro, destruyendo mis pensamientos, con sus pasos lúgubres hacia la mentirosa Eternidad.

Dos meses, y ya no sufro de tanto sufrir.

XI


Se mueven las cortinas y tiembla la luz. Con toda intensidad pregunto a la noche si eres tu el que anima esas cosas.

Anuarí.
De espaldas sobre mi cama, sólo el furioso golpear de mi corazón dentro del pecho.

Todo lo que me rodea está empapado de misterio. Los muebles hablan entre si de trágicos secretos; las puertas se quejan de sus umbrales siempre enigmáticos, a la espera de alguien que nunca llega; y en la lámpara me parece adivinar una muda desesperación.
Los retratos me miran con una desgarradora expresión de pena ¡Anuari, Anuari! Ya sé que mi grito se pierde sin eco en el impiadoso abismo de la nada, pero para no sucumbir no puedo dejar de llamarte, aferrada a una ilusión que no existe.


XII


Como de costumbre, hoy fui a verte; era tu día, el día de todos los dormidos eternos. Cubrí tu ataúd de rojos claveles, e imaginé que su fragancia atravesaría las maderas e iría a darte un escalofrío de dulzura. Con la cabeza apoyada en el féretro pensé profundamente en ti.

Una olímpica serenidad revistió de alba túnica mi alma, apagando toda su amargura.

No hubo desesperación en mi dolor.

Comprendí, amor mío, que para mí la gran puerta al infinito estaba abierta de par en par, abierta por tus manos sublimizadas. Vi también, que poseía alas capaces para emprender el regio vuelo del encuentro, y entonces me sentí consolada.

Oculta en tu féretro está la llave de la gran puerta: tú la guardas en tu diestra. Cuando me agobie la lucha miserable iré a buscarla. Abriré tu mano con el beso de una madre que despierta a su hijo, y, enlazándola a la mía, marcharemos juntos hacia el sol, en busca de su bendición nupcial. Iremos, inmortales hijos de la luz, en pos de la irradiación de los astros para coronar nuestras cabezas transparentes. Marcharemos extáticos, serenos, gloriosos, como una sola llama azul del alma del Creador al son de acordes magistrales, que entonará nuestra Reina Naturaleza.

Nos deslizaremos por los límpidos espacios, sublimes de bondad, cantando un resurvexit eterno.

Al contacto de tu ataúd mi frente palidece y miran mis ojos en busca de la gran puerta.

XIII


Por la noche, penetro en mi alcoba como en un templo, tan fervorosamente, que mis rodillas se doblan. Porque allí está tu retrato, mirándome con esa bondad ilimitada del perdón.
Beso el crista1 helado, en el sitio que transparenta tu boca, y me regocijo en iluminar tus ojos con el reflejo de los míos, brillantes de emoción.

Juntos mis manos sobre tu frente, y en trágica conmoción del alma, imploro tu compasión, el calor de tu protección cerca de mi lecho; y en fervoroso anhelo ruego al misterio para que tienda sobre el sudario del silencio.

Hablo con tu retrato, criatura mía, derramando sobre las cosas pueriles y profundas, como si fueran flores; lloro, río y sintiéndote en mis brazos, te canto como si hubieras nacido de mi.

Y naces de mi; y para mi y en mi vives, porque para todos los demás estas muerto.
Te extraje de la sangre más noble de mi corazón y te uní a mi destino para siempre.


XIV


Hallo cierto alivio en la monótona repetición de mis pesares, como la halla el loco en sus palabras incoherentes, en sus exaltaciones plásticas.

Te amo, Anuarí ...

La tibieza de tu cuerpo ha quedado como un veneno insomne en mis miembros. Todos ellos se retuercen en convulsiones espasmódicas de delirio; claman por una caricia aguda de tu cuerpo, de tu carne joven, perfumada de primavera.

Mi boca está sedienta de lujuria. Si, Anuarí. En contorsiones de poseída, escápanse de mi los aullidos desgarradores de mi carne y de mi corazón heridos; en los espasmos de placer y de pena, surge, entre los suspiros, tu nombre.

¡Ah! He quedado ávida de ti; ansiosa de besos tuyos.

Y ante la atracción de tu espíritu radiante, quedé ciega como si mirase a1 sol.

Mis labios, ávidos, aguardan entreabiertos, el néctar de tu amor.

Y el tiempo pasa, y su bálsamo de nieve no cicatriza mis llagas de fuego.

El día lucía todas las deslumbradoras galas de la Primavera ....Un olímpico rayo de luz vestía las flores con túnicas de diamante.

Ante tan irónico esplendor mi corazón sintió con más fuerza tu soledad augusta, y despreciando la fastuosidad, fue a ofrecerse a ti, para que te protegieran los suaves velos de su melancolía.

Llegué a tu nicho, a tu estrecha caverna miserable, y tuve el deseo de volverme terciopelo para arroparte, envolverte en mi, para darte una impresión de amor; para que no te dieras cuenta, criatura mía, que todos te tomaban como a un objeto inservible.

No concibo el calor que anima mi vida, estando tú rígido y solo en el cementerio. Son explosiones del mal todas las felicidades que brotan fuera de esa órbita dolorosa.

Anuari mío; todo mi cuerpo se insensibiliza al solo recuerdo de tu ausencia eterna.

XV


Estoy enferma. Mi mano, ardiente, resbala en triste desmayo sobre los libros donde me refugio, para aturdirme y olvidar.

No trato de abrirlos, es inútil: los adivino.

¿Qué pueden decirme que sustraiga mi pensamiento de tu recuerdo? Sólo lograrían dejar una negra mancha de tinta en mis pupilas luminosas de tu imagen. Mi dolor se hace agónico; mi tristeza se despedaza como las túnicas de los mártires desgarradas por las fieras del circo.

Me pesan las sienes como si las oprimieran los dedos de un coloso, y como losas funerarias caen mis párpados.

¡Anuarí, Anuarí!

Las penas hacen pesada mi sangre, como si circulara por mis venas lava fría.

Estoy enferma. A mi alrededor canta la vida, impiadosa, cruel, en su inconsciencia de diosa eternamente joven y alegre.

La vibración del dolor ha destruido la orquestación divina, que, en lírica unión con todas mis cuerdas intimas, amenizaba las fiestas de mi alma.

Estoy tan triste, como una. paloma a quien sorprende la tormenta, sola y fuera del nido.

XVI


Anuarí…
Te llevé hoy un ramo de inmaculadas peonías. Al depositarlas sobre tu ataúd, me pareció que el cielo había llovido estrellas sobre él y entonces se apoderó de mi un delirio de belleza.

Quise unir mis labios a los blancos pétalos, y el cielo de mi alma llovió besos, infinitos besos de amor sobre tu cuerpo ensoñado. La dulzura de la tumba penetra en mi cerebro, como un baño de rosas, refrescándolo de sus ansias pasionales.

Purificada está mi carne por el alba castidad de las cenizas de todos los antepasados que a tu lado reposan.

Anuarí; criatura mía.

Si mi tristeza fuese siempre tan suave como para traducirla en besos y flores. bendeciría al dolor con el fervor de una iluminada; lo buscaría como el m6s nutritivo alimento espiritual.

Anuarí: el dolor de haberte perdido es el único lazo humano que nos une para siempre.

Yo te amo, y lo digo en las flores que esparzo sobre ti, y en mis llantos, que son vigorosos como los reflujos del mar.

De la vida a tu tumba, de tu tumba a la vida, ese es mi destino.


XXXV

Anuarí. Hasta pronto. Desde aquí mis pensamientos irán a ofrecerse a ti cruzando los mares; desde aquí vigilaré tus restos con el más inmenso y fervoroso recuerdo.

Pronto nos encontraremos, amor mió. Mi cabeza es un abismo de dolor donde mis pensamientos ruedan, sin detenerse, como ágiles piedras.

Trato de meditar y mis cogitaciones se ahogan y ruedan como cuentas oscuras en el despeñadero de la nada.

Solo existe una verdad tan grande como el sol: la muerte.

Fuente: Anuarí, de Teresa Wilms Montt. Poemario editado en 1918 con prólogo de Ramón del Valle-Inclán. La introducción es Luzmaría Jiménez Faro. Editado por Torremozas.


El diario de Silvia


(Selección)


El templo

En el altar de mi templo hay tres retratos, muchas flores marchitas, unos zapatitos de niño y un libro cerrado. En el altar de mi Templo hay una campana ronca que va señalando a mis pasos la eternidad; y un cofre de madera obscura donde
encontró su lecho mi corazón. En el altar de mi Templo hay tres nombres grabados, que son un suave milagro, que aflojan mis dedos apretados por la ira de un gesto de dádiva, que destierran de mi labio la maldición y hacen que una serena indulgencia
consuele a los hombres en su miserable lucha por la vida.
En la cúspide de mi Templo están unidos en estrecho abrazo el perdón y la Muerte.


I

(Fragmento)


Embriagada de placer entregaré la juventud de mi cuerpo al amor de tus aguas, me dejaré llevar por ellas cual gaviota confiada, y mi cabeza, como la de un caracol sonoro, estará llena de tu rugido amado.
¡Oh, mar! Cuando sienta que mi boca cansada no pueda ya cantarte, me arrastraré hasta tus riberas, para que los hombres no te disputen el que será regio manjar para tus peces raros.
"Mi alma quedaré en ti, será una barca en camino al infinito, será una flor enamorada de luz. Mi clamor se unirá al tuyo y será eterno".
La silueta de Sylvia se erguí blanca y tan frágil como humo de incienso. Su cabellera bronceada flotaba al viento, y sus ojos fulguraban como el reflejo de las estrellas sobre el mar.
Las campanas de la iglesia cercana anunciaron a Sylvia que había
Terminado la "Hora del alma".
Pensando que su obligación era vivir entre los hombres, con paso lento retornó a la casa de sus padres.


II


(Fragmentos)


La plumilla azul de la enredadera cubre íntegramente la ventana. Al abrir los cristales inunda el antepecho, dejando caer de sus apretados racimos pétalos como lágrimas de zafiros sobre la alfombra. Por la maraña de hojas se filtran los rayos del sol moribundo, poniendo pinceladas rojas en los objetos del aposento y dibujando filigranas de oro en los espejos.
Tiene la tarde una suavidad como si manesitas de niños hubiesen formado el mundo, dejando, en la ondulación brumosa de las montañas y en la extensa placidez del valle, todo el candor de sus almas blancas.
Flota en el ambiente la quietud propicia a la abstracción. Sólo se oye el bramido alontanado del mar, como encerrado entre peñascos de plata y, a intervalos, el rápido, penetrante chillido de una gaviota que cruza hendiendo los espacios, cual flecha lanzada por vigorosa mano.
En emanaciones cálidas sube del patio fresco olor a verdura recién cortada, unido al perfume de las rosas y al del tímido floripondio, que balancea sus inmensos copos blancos como vasos de alabastro, acariciando las rejas que circundan el jardín.

La brisa hace llorar los rosales, que se desparraman en pétalos satinados sobre el césped.
Sylvia sueña y espera en el balcón; espera a su amado. Sus trenzas, cual sierpes de bronce dormidas, caen pesadamente sobre las espaldas; y hay en sus ojos y en el candor de su boca que sonríe, la beatitud seráfica de los seres que viven ausentes de la tierra.
Su espíritu, sereno como el aire de la tarde, profundo como el pozo que refleja la luna en un triángulo del jardín, guarda un éxtasis."...Vivir con las cosas vírgenes que los seres vulgares no han penetrado; vivir plenamente en la belleza, guardando la castidad del pensamiento, buscando la excelsa magnitud que encierra el mundo hasta en sus gestos más pequeños.
Vivir con el mar, con el cielo, con los árboles, los pájaros y los niños; vivir con la bondad del paisaje, con la superioridad resignada del animal.
Vivir en eterna espera de un amado que no vendrá.
¡Cuanta más intensidad hay en todo esto que en el cerebro del
hombre, siempre limitado y miserable!"
Así pensaba Sylvia, y su oído atento a la música de la naturaleza, parecía deleitarse escuchando toda esa armonía desconocida para los profanos. Penetraba en su alma, cual efluvios de emoción, haciéndola estremecer como al follaje dormido los escalofríos que produce el viento de la tarde.


"El beso que te envío será como una hoja que canta, templada por el viento; será la devoción de mi ser a tu superioridad, porque eres mi maestra y mi madre, mi recreo y mi poesía". El galopar de un caballo interrumpió a Sylvia en su soliloquio. Presentó a su amado, y su corazón de mujer tuvo un espasmo de sensualidad.
¡Era él, su ídolo! El; se lo anunciaban su boca abierta a las caricias y sus manos crispadas, dispuestas a1 abrazo. ¡Era el! La luna sembraba de perlas el camino y vestía de sus rayos a las cosas inanimadas dándoles vida.
Era é que venía, y su corazón, como pájaro cautivo, trataba de escapar de su pecho.
Allá abajo, en el estanque, los gnomos y las hadas hacían coro a los sapitos que rezaban el rosario.
El amado, sutilizado por los rayos de plata, como los caballeros de los sueños, saludaba bajo el balcón.
Sus miradas se cruzaron, y Sylvia, arrancando las cintas que ataban sus cabellos, las deslizó por las rejas del balcón hasta ponerlas en las manos de su príncipe.
¡Adiós! Hasta mañana - gritó él. Y el ruido metálico de los cascos del corcel perdiese en la avenida con cadencioso ritmo.
La luz blanca de la luna suavizaba el paisaje. El alma de Sylvia necesitaba meditar.
Cerrose la ventana, y las flores quedaron mirando a través de los cristales, coma criaturas desconsoladas.


III


-Un beso.
-Sí, Eugenio.
Ella tendió sus labios, extasiada de amor, al esposo de sus sueños. Su cuerpo se estremecía en los varoniles brazos; ondas de sensualidad envolvían su talle hasta hacerla perder el sentido.
-Si; toda tuya. Él la estrechaba con el poder de dueño, y de rendido, porque poseía y era el esclavo.
Sus ojos azules, de terciopelo, se iban moribundos al placer, y sus labios sangrientos de pasión bebían en los de ella el néctar de la vida, con el deleite de un ebrio.
-Mía, mía...
Sólo se oyó el crujir de las sedas y un leve quejido del lecho.
Una lucha de suspiros hizo detener a los pájaros en el balcón, que creían oir el llamado de sus hermanos, y las flores del jarrón bajaron sus cabecitas rojas de sublime rubor. Los espejos se nublaron; las lámparas cerraron sus pupilas de Iuz, dejando entrar a la discreta noche.
-Ámame, amor mío. Toma mi vida.
-Tu vida, si; tu vida con tu amor.
-Amor que es vida que triunfa, que pide, que exige; amor, felicidad, sueño, gloria ...-Morir como tú mueres, es mis brazos, es nacer a1 placer, es nacer a la verdadera vida ...-Amor es el perfume que anestesia y hace olvidar la rutina dolorosa.
-Lo que tú me has dado, son los espasmos sublimes, son las languideces exquisitas del que agoniza inconsciente.
-Te amo... - Y yo te adoro y te deseo. Jamás tuve, ni en sueños, un presentimiento de amor más hondo; jamás en mis deliquios con el Sol un anuncio de aurora más plena. Un beso se adurmió en los labios unidos de los jóvenes esposos; los fatigados cuerpos rodaron ensoñados sobre el lecho.
Allí, en la noche, un ruiseñor cobraba celos a la luna con trinos de soprano, y la luna, toda de plata, se daba a él con suavidades de novia.


V


Mis hijas duermen; ¡pobrecitas!
Me he acercado a la cuna poniendo todo mi amor en los ojos, apagando el ardor de mi corazón, para no despertarlas con su latido.
Las he visto y las he sentido dormir.
El sueño es el ala misteriosa donde se acoge el alma para reposar de la vida.
El sueño es la aurora de la muerte.
Mis hijas, dormidas como pájaros entre plumas y rasos, tienen la dulzura de los claveles frescos.
Mis hijas, con sus largas pestañas que sombrean sus ojeras, dándoles aspectos graves, me muestran la seriedad y la experiencia de los siglos.
Mis hijas, con sus bocas entreabiertas por la respiración tranquila, son la realidad del poema "Vida".
Mis hijas dormidas en lánguido éxtasis, jugando ensueños con sus blancas muñecas, son la albura casta y profunda de mi espíritu.
A1 acercarme a sus cunas soy un alma tierna y buena; me olvido de la pena, se endulza mi amargura, y mis lágrimas de despecho se encienden como diamantes al sol.
Las cabezas de mis hijas dormidas son dos vasos místicos; desbordantes de bálsamo que se desparrama sobre mi herida de hastío y la restaña.
Y sus manos, raros caprichos de luna sobre lirios, me enseñan la indulgencia y el perdón.
Mis hijas me dan la sensación de tibieza que anima mi sangre y mi alma a una sinfonía  de alegres esperanzas.
¡Mis hijas duermen! ¡Dormid, criaturas adoradas!
La madre vela vuestros sueños con santa serenidad.
Extraeré de vuestros destinos el veneno, atrayendo para mi corazón todos los pesares.
Mis manos arrancarán las piedras del camino y en una plegaria de inmenso amor haré que la Naturaleza las convierta en flores.
Con mis pies quebraré las púas de las espinas, y cuando vosotras recorráis la ruta que lleva a la muerte, iréis pisando blando sobre mi sangre, como en un césped cariñoso.
¡Dormid, hijas mías!
Para reposo de mi espíritu, quisiera transformar vuestras vidas en un eterno sueño.


VII


Un crepúsculo desteñido amortaja mi ventana.
Las camas sufren el azote gris de la tristeza; y las gentes vagan por las calles agobiadas por un mal incomprensible.
Miro al infinito, y mi alma sondea el misterio.
¡Qué soledad dentro de mí!
Y en mi exterior, qué frío es todo lo que me rodea!
Mi alcoba, desmantelada, tiene el hastío de mi vivir, el desprecio grave de quién no ama la vida.
En este mundo somos huérfanos de amor mi ser y mis cosas.
Mis pobres retratos, tan lejanos como yo de afectos.
Mis frascos que hace tanto tiempo perdieron el perfume, mis vasos que esperan con sus bocas ávidas el tallo de una flor, y mis libros con sus páginas cerradas como labios bajo las tumbas.
¡Qué huérfanos mudos somos mis cosas y yo!
¡Qué extraña y honda tristeza padecemos!
Sombrío mundo de misteriosas congojas; silencio de las cosas que han enmudecido y que es más imponente que el de las cosas muertas.
¡Silencio, silencio!, necesito de ti para gustar de las bellezas; cuán frívolas son las demostraciones en palabras, y cuanto vulgarizan y ahuyentan la inspiración.
El paisaje oscurecido me muestra raros fantasmas en el horizonte, como seres sin alma en un mar muerto.
La noche cae sobre mi ventana pesadamente, como una bacante ebria.


VIII


En mi alma hay dos cunas vacías, dos cunas heladas que no pueden entibiarse ni a1 calor de mis besos, ni al desesperado desconsuelo de mi llanto.
Dos cunas graves como féretros, como cavidades de mármol blanco.
En mi alma hay dos puertas cerradas como dos montañas de roca, las cuales no pueden abrir mis manos, aunque se quiebren los huesos y se desgarre la piel. Son dos puertas lacradas por la voluntad del Destino.
En mi hay una mística tristeza que ahonda hasta el infinito, como puñal de terciopelo, que asesinara todas mis quimeras.
Hay en mi alma un pozo muerto, donde no se refleja el sol, y del que huyen los pájaros con terrores de virgen ante un misterio de cadáveres.
Mi alma es un palacio de piedra, donde habitan los ausentes, trayéndome la sombra de sus cuerpos para alivio y compañía de mi vida. Mi alma es un campo devastado donde el rayo quemó hasta las raíces, y donde no puede florecer ni el cardo.
Mi alma es una huérfana loca, que anda de tumba en tumba buscando el amor de los muertos.
Mi alma es una flecha de oro perdida en un charco de fango.
Mi alma, mi pobre alma, es una ciega que marcha a tientas sin apoyo y sin guía
Mi alma es una muerta errante; es el fantasma de la pena.



Inquietudes Sentimentales


(Selección)



I
"La luz de la lámpara, atenuada por la pantalla violeta, se desmaya sobre la mesa. Los objetos toman un tinte sonámbulesco de sueño enfermizo; diríase que una mano tísica hubiera acariciado el ambiente, dejando en él su languidez aristocrática. Una campana impiadosa repite la hora y me hace comprender que vivo, y me recuerda, también, que sufro. Sufro un extraño mal que hiere narcotizando; mal de amores, de incomprendidas grandezas, de infinitos ideales. Mal que me incita a vivir en otro corazón, para descansar de la ruda tarea de sentirme viva dentro de mí misma. Como los sedientos quieren el agua, así yo ansío que mi oído escuche una voz prometiéndome dulzuras arrobadoras; ansío que una manita infantil se pose sobre mis párpados cansados de velar y serene mi espíritu rebelde; aventurero. Así desearía yo morir, como la luz de la lámpara sobre las cosas, esparcida en sombras suaves y temblorosas".


XXXI


"Los sombreros me causan la sensación de cabezas cortadas y momificadas, y aquellos de los cuales cuelgan bridas de colores, se me antojan cabezas arrancadas por mano brutal, donde ha quedado adherida una vena sanguinolenta. Nunca puedo ver un par de guantes sin imaginar que son piel de manos disecadas y, en aquellos de color amarillo, encuentro algo repugnante de lo que empieza a podrirse. Detesto las prendas de vestir olvidadas sobre la cama; hay entre ellas y los muertos mucha analogía. Vi una vez, en un asilo, a una loca muerta; y era lo mismo que ver a un trapo violáceo tirado dentro del ataúd".

Fuentes: Antología "Lo que no se ha dicho..." (Santiago : Nascimento, 1922)
Fotografías de propiedad de Ruth González - Vergara, autora de "Teresa Wilms Montt : Un canto de libertad" y de "Libro del camino: obras completas de Teresa Wilms Montt" (Ed.Grijalbo y Random House Mondadori, 1993 a 2009).


A un costado de mi cama, en la red, hay tres manchas de tinta.
La primera repartida en puntitos parece una estrella doble, la segunda se abre más abajo; en minúscula mano de ébano, la última perfectamente recortada tomó la forma de un as de piqué.
Resbalo sobre ellas mis dedos, con sensibilidad de nervio visual, y siento que esas tres manchas están de relieve dentro de mi cerebro como obstáculo para el fácil rodar de las ideas.
Hay tres, digo, tratando de sí atraerse; tres, digo mirando al techo: el amor, el dolor y la muerte.
Sin saber por qué paréceme que he pronunciado algo grave, algo que recogió en su bolsa sin fondo la fatalidad.
Aunque borre las manchas de la pared, esos tres puntos negros quedarán estampados en mi cerebro.
En la efervescencia de la sangre que bulle, cuando la sorba la Absurda, harán remolino vertiginosamente las tres, en la copa pulida del cráneo.
Un temblor nervioso tira hacia abajo la comisura de mis labios. Cada vez más espesa la pintura de la noche embadurna los cuadros de la ventana.

 
BELZEBUTH
Mi alma, celeste columna de humo, se eleva hacia
la bóveda azul.
Levantados en imploración mis brazos, forman la puerta
de alabastro de un templo.
Mis ojos extáticos, fijos en el misterio, son dos lámparas
de zafiro en cuyo fondo arde el amor divino.
Una sombra pasa eclipsando mi oración, es una sombra
de oro empenachado de llamas alocadas.
Sombra hermosa que sonríe oblicua, acariciando los sedosos
bucles de larga cabellera luminosa.
Es una sombra que mira con un mirar de abismo,
en cuyo borde se abren flores rojas de pecado.
Se llama Belzebuth, me lo ha susurrado en la cavidad
de la oreja, produciéndome calor y frío.
Se han helado mis labios.
Mi corazón se ha vuelto rojo de rubí y un ardor de fragua
me quema el pecho.
Belzebuth. Ha pasado Belzebuth, desviando mi oración
azul hacia la negrura aterciopelada de su alma rebelde.
Los pilares de mis brazos se han vuelto humanos, pierden
su forma vertical, extendiéndose con temblores de pasión.
Las lámparas de mis ojos destellan fulgores verdes encendidos
de amor, culpables y queriendo ofrecerse a Dios; siguen
ansiosos la sombra de oro envuelta en el torbellino refulgente
de fuego eterno.
Belzebuth, arcángel del mal, por qué turbar el alma
que se torna a Dios, el alma que había olvidado las fantásticas
bellezas del pecado original.
Belzebuth, mi novio, mi perdición...


¡Me muero! Al decirlo no experimento emoción alguna, por el contrario, me inclino curiosamente a contemplar el hecho como si se tratase de un desconocido.
Si tuviera la capacidad de estudiar el fenómeno, podría asegurar que es mi conciencia la que ha desaparecido debilitando mis sensaciones corporales, hasta hacerme creer que el cuerpo sólo vive por recuerdo.
No hay médico en el mundo que diagnostique mi mal; histeria, dicen unos, otros hiperestesia. Palabras, palabras, ellas abundan en la ciencia.
Al escribir estas páginas una fuerza sobrenatural me ordena que imprima en ellas un nombre. ¡No, no lo diré, me da miedo!
Cuando aparece este nombre en mi círculo nebuloso, se levantan mis manos con lentitud profética y fulguran bajo la noche con estremecimientos sagrados.
¿Me muero estando ya muerta, o será mi vida muerte eterna...?
Madrid
Extraño mal que me roe, sin herir el cuerpo va cavando subterráneos en el interior con garras imperceptibles y suaves.
¡Me muero!
París
Quiero reposar en la tierra solamente envuelta en una sábana o si es posible en un pedazo de tierra de la fosa común...
Dejo a mis hijas Elisa y Sylvia todas mis buenas intenciones, es lo único que poseo y mi único tesoro.


 




Gabriela Mistral imágenes

Presentación
Yo escribo sobre mis rodillas y la mesa escritorio nunca me sirvió de nada, ni en Chile, ni en París, ni en Lisboa.
Escribo de mañana o de noche, y la tarde no me ha dado nunca inspiración, sin que yo entienda la razón de su esterilidad o de su mala gana para mí. Creo no haber hecho jamás un verso en cuarto cerrado ni en cuarto cuya ventana diese un horrible muro de casa; siempre me afirmo en un pedazo de cielo, que Chile me dio azul y Europa me da borroneado. Mejor se ponen mis humores si afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles.
Mientras fui criatura estable de mi raza y mi país, escribí lo que veía o tenía muy inmediato, sobre la carne caliente del asunto. Desde que soy criatura vagabunda, desterrada voluntaria, parece que no escribo sino en medio de un vaho de fantasmas. La tierra de América y la gente mía, viva o muerta, se me han vuelto un cortejo melancólico pero muy fiel, que más que envolverme, me forra y me oprime y rara vez me deja ver el paisaje y la gente extranjeros. Escribo sin prisa, generalmente, y otras veces con una rapidez vertical de rodado de piedras en la Cordillera. Me irrita, en todo caso, pararme, y tengo siempre al lado, cuatro o seis lápices con punta porque soy bastante perezosa, y tengo el hábito regalón de que me den todo hecho, excepto los versos.
En el tiempo en que yo me peleaba con la lengua, exigiéndole intensidad, me solía oír, mientras escribía, un crujido de dientes bastante colérico, el rechinar de la lija sobre el filo romo del idioma.
Ahora ya no me peleo con las palabras sino con otra cosa. He cobrado el disgusto y el desapego de mis poesías cuyo tono no es el mío por ser demasiado enfático. No me excuso sino aquellos poemas donde reconozco mi lengua hablada, eso que llamaba Don Miguel el vasco, la «lengua conversacional».
Corrijo bastante más de lo que la gente puede creer, leyendo unos versos que aun así se me quedan bárbaros. Salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin dentadura posible, queda en lo que hago, sea verso o prosa.
Escribir me suele alegrar; siempre me suaviza el ánimo y me regala un día ingenuo, tierno, infantil. Es la sensación de haber estado por unas horas en mi patria real, en mi costumbre, en mi suelto antojo, en mi libertad total.
Me gusta escribir en cuarto pulcro, aunque soy persona harto desordenada. El orden parece regalarme espacio, y este apetito de espacio lo tienen mi vista o mi alma.
En algunas ocasiones he escrito siguiendo un ritmo recogido en caño que iba por la calle lado a lado conmigo, o siguiendo los ruidos de la naturaleza, que ellos se me funden en una especie de canción de cuna.
Por otra parte, tengo aún la poesía anecdótica que tanto desprecian los poetas mozos.
La poesía me conforta los sentidos y eso que llaman el alma; pero la ajena mucho más que la mía. Ambas me hacen correr mejor la sangre; me defienden la infantilidad del carácter, me aniñan y me dan una especie de asepsia respecto al mundo.
La poesía es en mí, sencillamente, un regazo, un sedimento de la infancia sumergida. Aunque resulte amarga y dura, la poesía que hago me lava de los polvos del mundo y hasta no sé de qué vileza esencial parecida a lo que llamamos el pecado original, que llevo conmigo y que llevo con aflicción. Tal vez el pecado original no sea sino nuestra caída en la expresión racional y antirrítmica a la cual bajó el género humano y que más nos duele a las mujeres por el gozo que perdimos en la gracia de una lengua de intuición y de música que iba a ser le lengua del género humano. Es todo cuanto sé decir de mí y no me pongáis vosotros a averiguar más.
(Gabriela Mistral, Antología Mayor)

Gabriela 1ª Comunión
 Mamá de Gabriela Petronila
 Hermana de Gabriela Emelina

 Museo Casa Natal


 Escuela Casa

Casa de Vicuña
En Temuco 1920


Gabriela con Gilda Péndola y Doris Dana
Gabriela con Dulce María Loinaz

 Medalla Premio Nobel (cara)

Medalla Premio Nobel (cruz)

 Certificado Premio Nobel


Escritos


 Museo y sus muebles
 Su Funeral
  


Fuente: Biblioteca Miguel de Cervantes