En los años 20 las mujeres eran puestas en los altares o en los floreros por un lado, o se convertían en vampiresas. Marta Vergara no tenía la estampa ni de la flor angelical hogareña ni de la mujer fatal. Para peor había ganado fama de inteligente: era un bicho raro, una chica del tipo romántico, de aquellas sin novio, que va al teatro y se llevaban su embeleso a la casa cuando terminaba la función. Sus sueños eran lo único que tenían en el mundo, y cuando la realidad insistía en hacerse presente, se contentaban con derramar unos lagrimones. "En mi caso llegó un momento en que eran chorros", anota la autora.
Refiriéndose a su amiga Sara Hübner, una mujer que en esa época se consideraba liberada, la memorialista advierte que su emancipación alcanzaba sólo al espíritu y al intelecto. En materia sexual sufría las inhibiciones propias de las mujeres de entonces, derivadas del "sello religioso, el temor de apartarse del ideal social", e incluso el de ser miradas con sospechas por el pretendiente o el novio.
Marta Vergara apunta que si algo cambió en el medio siglo siguiente fue la actitud hacia el sexo de las señoras y niñas bien y de las de clase media, puesto que las del pueblo se habían acomodado hacía tiempo "sobre el catre sin circunloquios dilatorios".
"Basta sólo pensar que así como hoy se contratan técnicos en el extranjero para impulsar las actividades industriales y científicas, en ese entonces se contrataban los conocimientos de damas francesas para mejorar las del amor", agrega la autora.
Cuando Marta entra a una oficina de Correos a hacer méritos para en algún momento ser nombrada, su primer marido, avergonzado de que su mujer pretendiera trabajar, va a hacerle un escándalo. El hombre tenía la ley a su favor: ésta le permitía impedirle a su esposa el ejercicio de cualquier profesión u oficio que no fuera de su agrado.
Con la separación, Marta Vergara queda, a los veinticuatro años, en ese sospechoso grupo de señoras cuyos maridos andan en alguna parte que no es la casa. Escribe: "De las mujeres se esperaba que fueran terminantemente solteras o casadas y aún se fruncía un tanto el ceño cuando alguna decidía, también terminantemente, no permanecer viuda... Una joven de esa época quiso separarse porque descubrió en su otra mitad aficiones anormales. Su madre se opuso argumentándole que una señora no se daba por aludida de esas cosas".
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