domingo, 28 de agosto de 2011

Olga Acevedo

Santiago 1895-1970, Vivió algunos años en Punta Arenas donde frecuentó la Sociedad Literaria de Gabriela Mistral. Su obra algo esotérica, ha pasado por diversas etapas, que se despliegan desde Los cantos de la montaña (1927), obra en prosa y verso de larga extensión, pasando por Siete palabras de una canción ausente (1929), El árbol solo (1933), La rosa del hemisferio (1937) y La violeta y su vértigo (1942), hasta llegar a Donde crece el zafiro (1948), Las cábalas del sueño (1950), Isis (1954), Los himnos (1968) y La víspera irresistible (1968), donde su obra se hace más angustiada.
En Selva Lírica, se dice de Olga Acevedo que poseía una gran sensibilidad espiritual y riqueza artística. Enamorada del arte de Gabriela Mistral. Su estilo es moderno, pero inclasificable. Sus vocablos audaces, pero imprecisos. Es descrita como una poeta auténtica que es sincera a fuerza de sufrir enormemente. Para los antologadores es «después de Gabriela Mistral, la poetisa cuya obra...inspira la sensación más encantadora de sinceridad espiritual y riqueza artística, y la seguridad más absoluta de su triunfo no lejano» (1917). Carlos René Correa, señala que «desde Los cantos de la montaña en los que hay un ambiente de misticismo teosófico y ternura femenina...hasta La violeta y su vértigo, encuya poesía asoma su temperamento atormentado, invadido por la angustia de los hombres y del espíritu...tiene la fuerza creadora de una poesía indiscutible» (1944).
Víctor Castro, dice que «es otra de nuestras mujeres que han llevado una digna trayectoria hacia la poesía, construyendo su canto desde una sencillez no formal hasta una profundidad donde la angustia o la ternura cobran cauce y transparentan con poderío la voz de esta razón femenina...Hay un serio intento de buscar en sus raíces, en sus savias, la respuesta al ser que le quema en interrogantes, en signos desconocidos, en territorios que sólo la poesía puede transitar...» (1953)
Entre los dos poemas de su primera etapa .»Serenata» y «Los malos vientos». y «Sitio», de un momento posterior, es posible apreciar la evolución que sufrió su obra cada vez más suelta y libre, aunque también impregnada de un temple angustioso y destructivo.


Serenata


(Para ti... Luna de mis silencios... Luna de mis tristezas).
Rayo de luna suave que llegas a mi estancia...
Entre tus velos blancos mi Carne disolved!
Este espíritu puro puede ser la fragancia
del espíritu blanco de tu buena merced!
Rayo de luna suave que llegas a mi estancia
a ponerme de blanco «la tristeza de ser»...
Ya que en tus albos tules soy como una fragancia
¡hazme como una nube que no pueda volver!
Llévame entre los pliegues de tus rasos plateados!
Tómame con tus manos que son flores de amor...
Vedme como una novia con los velos rasgados
y con los azahares deshojados en flor!...
Rayo de luna suave que llegas a mi estancia...
¡Vedme como una novia que no habrá de ser más!
Ya que en tus blancas gasas soy como una fragancia
¡hazme como una nube que no vuelva jamás!




Los malos vientos


Yo venía rosada de fresca adolescencia,
por la campiña verde, bajo el azul de Dios...
Yo venía cantando mi sana florescencia
con el cristal sonoro de mi cándida voz.
Yo venía rosada. Yo venía fragante
oliendo a agüita clara y a risueño botón...
Tú estabas a la vera de mi huella triunfante
para torcer mis pasos hacia tu corazón!
Y como fascinada yo seguí el laberinto
de tus suaves pendientes todas ellas de Amor...
Yo venía rosada con olor a jacinto
Yo venía cantando sin saber del Dolor...
Y hoy... que un viento de olvido sacudió mis hondores
vengo triste y velada por mortal palidez...
Yo venía rosada con mis sueños cantores
y hoy me vuelvo amarilla de temprana viudez...




Sitio


Me veo aún, asegura de la mano de un ángel,
liviana, livianísima, como sobrevolando por extraños follajes.
Me perseguía un viento negro de cuchillos y lágrimas.
Volaban por el aire mis camelias deshechas.
Y con horrible estruendo se abrieron cráteres y abismos
poblado del duro instante de escalofriantes máscaras.
Amenazada con su propia madriguera la víbora
silbaba agudamente (también inútilmente).
Las corrientes de fuego arrasaron con todo.
No hubo límite en pie. Copa, raíz y báculo
cayeron con gran desgarramiento.
Hasta donde mirábamos se elevaban ardiendo los torrentes siniestros.
Nos perseguían encarnizadamente, nos cerraban el paso.
Su flecha envenenada me buscaba el corazón, la vida.
Algo me hirió por fin, y estallé en ese llanto
silencioso y humilde que me sé desde siempre.
Quise saber el nombre de ese extraño suceso
e interrogué llorando a los dulces guardianes de mi alma.
Largo tiempo tal vez me sostuvo en su nimbo
el mayor de los ángeles que vigilan mi casa.
Y entendí en mi inocencia que entonces, en ese preciso instante,
adonde fuera el alma con sus rosas de fuego,
me hallaría sitiada por rabiosos espectros y mortales enigmas.
Hasta que vino el día que alumbró cielo y tierra.
Se limpiaron los suaves horizontes. Una paz de ala blanca
se esparció por los ámbitos más íntimos del alma.
Y aunque herida, enlutada por la prueba más dura,
el mayor de los ángeles que vigila mi casa
me reveló el secreto. Y me colmó de estrellas,
de fulgurantes dones y apasionados frutos.
Oh Madre soledad, déjame ahora y siempre
adentro de tu espíritu de nardos y de lámparas,
bien segura, bien firme, como en caja sellada
donde no alcanza nada, ni nadie halla la puerta.



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