jueves, 8 de septiembre de 2011

Teresa de la Parra

Ana Teresa Parra Sanojo; París, 1889 - Madrid, 1936. Escritora venezolana considerada, junto a Rómulo Gallegos, la novelista más importante de la primera mitad del siglo XX en su país. Su padre, Rafael Parra Hernáiz, era cónsul de Venezuela en Berlín; su madre, Isabel Sanojo Ezpelosín de Parra, descendía de una rancia familia de la sociedad caraqueña. "Tanto mi madre como mi abuela pertenecían por su mentalidad y sus costumbres a los restos de la vieja sociedad colonial de Caracas", escribía Teresa de la Parra en 1931, en una breve reseña autobiográfica.
En esa misma reseña declaraba haber nacido en Venezuela, y aunque París dista nueve mil kilómetros de Caracas, apenas puede decirse que mintiera, ya que la infancia de Ana Teresa transcurrió cerca de la capital venezolana, en la hacienda familiar de Tazón. Poco después de morir su padre, en 1900, se trasladó con su madre y hermanos a España, y en 1902 ingresó en el valenciano internado del Colegio del Sagrado Corazón de Godella.
Estos años formativos, los de su infancia y adolescencia, dejaron una profunda huella en la escritora: los recuerdos de Tazón darían vida a la hacienda Piedra Azul de Las memorias de Mamá Blanca (1929), y el internado se convertiría en el marco formativo de María Eugenia Alonso, la heroína de Ifigenia.
La carrera literaria de Teresa de la Parra presenta tres momentos claramente diferenciados. Sus primeras incursiones fueron unos breves cuentos, de tema fantasioso más que fantástico y tintes vagamente orientalizantes, y el diario apócrifo "de una caraqueña por el Lejano Oriente", publicado en la revista Actualidades, que dirigía Rómulo Gallegos.
El relato MamáX, que le valió en 1922 el premio literario de un diario de Ciudad Bolívar, pasó luego a formar parte de una narración más extensa, el Diario de una señorita que se fastidiaba (matriz narrativa de Ifigenia) publicado ese mismo año en revista La lectura semanal, que dirigía por José Rafael Pocaterra. Posteriormente, Teresa de la Parra recordaría ese año de 1922 como el del inicio de su verdadera vocación de escritora.
Esta vocación dio sus frutos en París, ciudad donde fijó su residencia en 1923. Allí verían la luz sus dos novelas: en 1924 Ifigenia, traducida al francés por Francis Marmande y elogiada por Miguel de Unamuno y Juan Ramón Jiménez. En ella se narran las vicisitudes de la heredera de una familia acomodada caraqueña venida a menos y se explora, por primera vez en la narrativa venezolana, el mundo y la sensibilidad de una mujer. En la segunda, Las memorias de Mamá Blanca (1929), hallamos una crónica familiar que rescata y recrea, con una sencillez que no elude la maestría narrativa, las voces y el habla venezolanas de su época, a la vez que evoca con lucidez un mundo para siempre perdido: el de la aristocracia criolla.
En París llevó el género de vida que convenía a una señorita de la buena sociedad caraqueña: asistir a recepciones en embajadas y frecuentar a escritores hispanoamericanos. Inició entonces con el diplomático y escritor ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide una amistad, amorosa primero, después entrañable y fraternal, que ha quedado documentada en un nutrido epistolario.
Esta segunda etapa, la de la asunción plena de su vocación, fue también la de su otra gran amistad, amorosa y sororal, con la escritora cubana Lidya Cabrera, a quien conoció en 1927 durante un viaje a Cuba en el que representó a Venezuela en la Conferencia Interamericana de Periodistas y disertó sobre "La influencia oculta de las mujeres en el Continente y en la vida de Bolívar".
Cabrera la acompañó hasta el último momento durante su dolorosa peregrinación por sanatorios suizos y españoles, en busca de la imposible curación de su tuberculosis. La enfermedad, cuyos primeros síntomas se manifestaron en 1931, modificó de raíz su personalidad y su vida. Con respecto a su obra, sería más acertado decir que la enfermedad agravó cierto giro que la autora había comenzado a dar desde su ciclo de conferencias del año anterior. "Acomodar las palabras a la vida, renunciando a sí mismo, sin moda, sin pretensiones de éxito personales, es lo único que me atrae por el momento", escribía en 1930 al historiador venezolano Vicente Lecuna.
Surgió entonces el proyecto, que no alcanzó a realizar, de escribir una "biografía íntima" de Simón Bolívar que evitara las facilidades de la novela histórica, que Teresa decía detestar. Salvando las distancias entre autores tan disímiles, puede decirse que Teresa de la Parra fue la primera en concebir una idea que ejecutarían, en muy distintos registros, Álvaro Mutis en su cuento El último rostro y García Márquez en El general en su laberinto.
Hasta su muerte en 1936, Teresa de la Parra no dio nada más a la imprenta. Sus escritos inéditos, sin embargo, tienen el peso y la importancia de su obra editada. Su epistolario, sobre todo, es un monumento de madurez reflexiva y un impecable ejercicio de diálogo amoroso y amistoso. En 1947 sus restos fueron trasladados a Caracas e inhumados en el Cementerio General del Sur. El 7 de noviembre de 1989 fueron sepultados en el Panteón Nacional, convirtiéndose en la primera mujer venezolana en penetrar en este mausoleo.


Ifigenia
Brillante mezcla de diario y novela epistolar, Ifigenia plantea el drama de una joven mujer de buena familia venida a menos, en medio de una sociedad que no le permite expresar sus ideas ni elegir su destino, y el desengaño estoico con el que su heroína, especie de Emma Bovary caraqueña, acaba asumiendo otro que le viene impuesto por su entorno y circunstancias.
No es sólo la gracia, vivacidad y animación del estilo en que está escrita (a Teresa de la Parra merece llamársela uno de los clásicos de la joven literatura venezolana) lo que la ha hecho tan popular, sino el conflicto que plantea. Ifigenia quiere expresar el choque entre las antiguas formas de vicia de la aristocracia criolla y la emergencia de nuevas fuerzas económicas y sociales. La tragedia se personifica en María Eugenia Alonso, una hermosa muchacha de la sociedad de Caracas que, después de haber estudiado en Europa, vuelve a Venezuela a sufrir la pobreza disimulada y el enclaustramiento convencional que le impone su rigurosa y muy puritana familia. Ella quisiera liberarse por el trabajo y la cultura, pero le acosan los intolerantes jefes de la tribu. Muchas mujeres venezolanas del pasado vivieron así, en resignación y sin protesta, y así ha de vivir la protagonista de la novela, comparada simbólicamente con la heroína griega del título.
Con arte admirable, la novela interpreta el mundo desde un ángulo completamente femenino y narra desde él, con ironía y agudeza, la vieja querella de los sexos. La popularidad de Ifigenia se mantiene por la veracidad e ingenio (que no excluye el patetismo) con que describe el problema de la mujer venezolana a comienzos del siglo XX. Al alto mérito literario de la obra se añade el de expresar un momento de crisis y cambio en la sociedad criolla. Desde este punto de vista histórico, vale la pena comparar otras soluciones y análisis del problema femenino en novelistas venezolanos posteriores a Teresa de la Parra, como Trina Larralde, en su novela Guataro (1937), y Antonia Palacios en su libro Ana Isabel, una niña decente (1950).


Las memorias de Mamá Blanca
Inspirándose en recuerdos personales y en las vicisitudes de su propia familia, vividos largamente en una extensa y patriarcal "hacienda" venezolana antes de establecerse en Caracas, Teresa de la Parra teje en Las memorias de Mamá Blanca una elegía del mundo encantado de la infancia que, semejante al paraíso antes del pecado, está satisfecho de sí mismo, porque ignora aquello que existe más allá de sus propios y dichosos confines.
Las refinadas cualidades de la autora se revelan por su conciencia literaria, sutil y omnipresente, que transfigura y llena de símbolos a sus más sencillos personajes: Blanca Nieves, la protagonista, llamada por burla de sus hermanas "boca abierta", es soñadora y "poeta", habiendo heredado de su madre un estupor atónito y un romántico desdén frente a la realidad, estupor y desdén que aparecen en ella teñidos de un pudor más íntimo y trepidante. Lo contrario de Blanca es Evelyn, la nodriza mulata, con algo de sangre anglosajona en sus venas, que representa el espíritu positivo y emprendedor y no deja de tener discípulos entre las mismas hermanas de Blanca.
Revestidos de una simbología literaria, a veces velada de ironía, y sobre un fondo, en cierto modo alegórico, del Edén de la infancia, se mueven los personajes principales, a los cuales la autora añade otros como concesión a cierto gusto por la galería de tipos destinados a presentar una visión sintética de la sociedad campesina venezolana a finales del siglo XIX: el primo Juancho, tipo del político utopista, docto y distraído, amable y anglófilo hasta la locura, el viejo jardinero Vicente Cochocho, que vive "con la serena confianza de los vegetales y de los dioses" en una intacta y homérica sabiduría, el vaquero Daniel, poeta popular de gusto romántico a juzgar por los nombres dados a las bestias que tiene a su cuidado.
La serie de estos personajes, que a veces parece disolverse en el gusto autónomo por el esbozo, se conserva sólidamente, junto con el tenue pero resistente hilo de la memoria, por la emoción evocadora, que unifica en una atmósfera de mágico realismo los datos esparcidos del recuerdo. Pero Blanca tiene, de acuerdo con su nombre, todos los cabellos blancos y en este momento todo su mundo infantil y remoto constituye una conquista duradera y, al mismo tiempo, una pérdida irreparable. Ya que (y esta es la sustancia de toda la historia) "debemos conservar los recuerdos en nuestro interior, sin volver nunca a posarlos imprudentemente sobre cosas y personas que mudan con los cambios de la vida".
La obra de Teresa de la Parra
 Teresa de la Parra fue la primera escritora venezolana que obtuvo reconocimiento crítico fuera de su país. Sus dos novelas tuvieron una amplia difusión en Francia, España e Hispanoamérica inmediatamente después de su publicación en los años veinte, y la autora recibió el homenaje de Miguel de Unamuno y Juan Ramón Jiménez. El filósofo vasco le envió una serie de pormenorizadas anotaciones a su novela Ifigenia, y uno de sus agudos comentarios hace referencia al tema del espejo, recurrente en esta obra: "Como uno se olvida de sí mismo, Teresa, desdoblándose y vaciándose, es a fuerza de mirarse en el espejo". El poeta de Moguer redactó una honda nota obituaria, que publicó El Sol de Madrid un mes después de la muerte de la escritora, acaecida en 1936 en el sanatorio de Fuenfría, en la sierra de Guadarrama, tres meses antes de estallar la guerra civil española.
Cuando el mundo literario español comenzó a levantar cabeza, tras el largo túnel del franquismo, los españoles que admiraron a la venezolana habían desaparecido de escena. Además, el estruendoso boom latinoamericano impuso rápidamente otros nombres y novedades.
En Venezuela, la suerte póstuma de su obra no fue más propicia. El año de la muerte de Teresa de la Parra fue también el de la liquidación del gomecismo en Venezuela. El país despertaba de casi tres décadas de una dictadura que lo había mantenido en un aislamiento casi total del resto del mundo. En pocos años Venezuela dejaría de ser "la enorme hacienda" de Gómez para iniciar una frenética transformación de sus instituciones políticas y estructuras económicas y sociales.
Para los venezolanos que repudiaron el gomecismo, la figura y la obra de Teresa de la Parra poco o nada se avenían a las exigencias del momento. Sus dos novelas, así como el ciclo de conferencias que sobre "La importancia de la mujer americana durante la Colonia, la Conquista y la Independencia" dictó en Bogotá y Barranquilla en 1931, dejaban la imagen de una escritora que miraba hacia atrás y recreaba en su obra comportamientos y códigos sociales que muchos venezolanos de entonces asociaban con el provincianismo y atraso que querían superar.
A estas circunstancias, y al hecho de que fuera considerada durante largos años como la afrancesada autora de obritas menores, se sumó la lluvia de anatemas que desató entre los críticos venezolanos más conservadores su primera novela, Ifigenia (1924), la cual, según contaba la misma autora, fue calificada de "volteriana, pérfida y peligrosísima en manos de las señoritas contemporáneas".
Si algo caracteriza a la escritura de Teresa de la Parra es su limpidez y transparencia. Su narrativa, que nace en el momento álgido de la modernidad literaria, se señala por su rechazo de la experimentación formal y lingüística. Ella misma admitía, sin trazo de pudor o arrogancia, que el arte de su época (el cubismo o el dadaísmo, que había conocido en sus años parisinos) no le decía absolutamente nada.
Ajena a la modernidad, su obra es una puerta abierta hacia el pasado. Pero no al ominoso pasado de los historiadores, cargado de heroicidades sangrientas, sino a su cuerpo y voz vivos, a los relatos, anécdotas y cuentos familiares. Su bisabuela había sido realista; su tía, Teresa Soublette, descendía de uno de los próceres de la Independencia; su mejor amiga, Emilia Ibarra, de un edecán de Bolívar. La historia de Venezuela no era para Teresa de la Parra la descarnada relación de los manuales sino una memoria viva; si aquélla era asunto de hombres, ésta vivía y se transmitía de abuela a madre y de madre a hija. Su feminismo, que ella misma calificaba de "moderado", se nutría de estas fuentes. A diferencia de Rómulo Gallegos, lo criollo y americano de su obra no es un axioma más en la demostración de una tesis, sino la asunción plena de una tradición vivida que encarna en una lengua y unas formas.


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